“Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido”
(Lucas 19:10).
El padre marcó una pesquería con el hijo. Ya hacía tiempo que los dos no salgan juntos, solos. Para llegar al río deberían atravesar un gran bosque, con muchos árboles y arbustos. El hijo bromeaba y corría y el padre avisando: “No si aleje… puede perderse”. En determinado momento el padre no avistó más el hijo. Empezó a gritar por su nombre sin oír la respuesta. Muy preocupado el padre iba para todos los lados en la mata y no encontraba el hijo. Después de casi media hora el padre oyó la respuesta del hijo. Corrió en dirección al sonido y lo encontró, llorando, perdido. El padre agarró en su mano y dijo: “No lo soltaré más… no más si perderá.”
Quien sepa nosotros somos aquel niño, corriendo de un lado para otro, subiendo aquí y allí, perdido. Caminamos y no encontramos el camino, gritamos y no oímos la voz de nuestra seguridad. Lloramos aflictos y angustiados. Como es difícil seguir enfrente sin la mano protectora del Padre.
El niño, allende llorar, tomó la decisión cierta: paró donde estaba. ¿De que adelantaría continuar a caminar sin saber adonde ir? Quería encontrar el padre y el padre quería encontrarlo. En fin… allá estaba la voz amorosa del padre llamando por su nombre. Paró de llorar… comenzó a sonreír… fue hallado y estaba ahora feliz.
Si usted está perdido y no sabe más para donde ir, pare. Si sea preciso, llore. El Padre lo llamará y usted oirá su voz. Dirá su nombre y, feliz, podrá decir con regocijo: “¡Estoy aquí!” Agarrará su mano y no dejará más que se ponga solo. Podrá nuevamente cantar y bromear, correr y saltar, vivir abundantemente.
Si usted está llorando y perdido, oiga la voz de Dios. Él está llamando… diga a Él: “Aquí… agarre mi mano”.
Visitas: 2