Francés Ridley, poeta inglesa, escribió el himno en el que canta: “Toma mi plata y mi oro. No quiero quedarme con nada”. Cuando empacó la caja con todas sus joyas, ofreciendo todo a una Sociedad Misionera, lo hizo con alegría y Dios la amó maravillosamente.
El amor de Dios a los que Lo aman, y que todo ofrecen para que el nombre de Jesús sea glorificado, no se refiere apenas a joyas y dinero. Dios se alegrará mucho con los que puedan dar sus bienes y hacerlo con mucho amor. Pero los que no pueden dar dinero harán feliz al Señor y podrán contar con Su amor, si ofrecen el corazón, o el tiempo disponible, o la sonrisa que cambia los corazones tristes, o una mano extendida frente a un necesitado.
Todo lo que le damos al Señor debe hacerse con gran gozo. Diezmar murmurando el gasto no tendrá valor. Dar una oferta muy grande, solo para que otros vean su oferta, tampoco será de utilidad. Lo que le demos al Señor debe venir envuelto en un papel de colores de placer, satisfacción y mucha felicidad.
La poetisa inglesa no solo dio lo que tenía de valor, sino que animó a millones a hacer lo mismo. Su alegría se duplicó. ¿Y nos regocijamos en dar lo que tenemos al Señor?
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