“Aborrecí, por tanto, la vida, porque la obra que se hace debajo del sol me era fastidiosa; por cuanto todo es vanidad y aflicción de espíritu” (Eclesiastés 2:17).
“La forma más alta de vanidad es el amor a la fama”.
Hay personas que pasan toda su vida buscando reconocimiento, aplausos, notoriedad, “Soy el más grande”. Todo esto es vanidad y tiene un tiempo breve y fugaz. Cuando reconocemos que no merecemos nada, que el éxito no es nuestro, que los aplausos deben dirigirse a otra persona, que no somos los mejores ni los más grandes, que le damos ese derecho al Señor Jesús, entonces somos felices y más que victoriosos.
Cuando Jesús recibe alabanzas y fama por nuestro trabajo, los cielos se regocijan, nuestro mundo se vuelve más soleado, los caminos por los que caminamos se vuelven más planos, las incertidumbres desaparecen, la fe toma su lugar más alto.
Si buscamos fama que no nos pertenece, incluso podemos lograrla, sin embargo, pronto descubriremos que estamos persiguiendo el viento.
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