Era solo un niño

Era solo un niño

por José Soto
El Señor te enviará niños y jóvenes con cicatrices profundas y también con fotos lindas, y tu deber será hacerles ver que Dios está presente.
Era solo un niñoEn la vida hay circunstancias que nos dejan marcados para siempre con cicatrices que se llevan en el alma. Algunas las llevamos expuestas; otras nos traen recuerdos poco agradables y a otras las llevamos como fotografías que nos hacen reír o llorar.

Cuando le echo una mirada mental a ese álbum de fotografías, o miro mis cicatrices, no puedo menos que reconocer la mano de Dios ean mi vida. Para darles una idea, quisiera compartir con ustedes algunas de mis fotos y cicatrices.Muchos maestros y maestras reciben cientos de niños los domingos, y les enseñan una lección del amor sin conocer los profundos misterios que se anidan en sus pequeños corazones.Primero unas fotos: estas me hacen reír. Era solo un niño. Recuerdo aquellas tardes de verano cuando con mis amigos salíamos de excursión e íbamos al aeropuerto para ver la salida y llegada de los aviones. Recuerdo también cuando jugábamos «al quedó» y a «las escondidas.» Esas fotos me producen un placer inexplicable.

Pero también hay cicatrices. Estas, dependiendo del momento, me hacen llorar o me hacen meditar y madurar. Mi padre fue un alcohólico. A veces presente y a veces ausente de casa. Hubo momentos en que deseaba que su ausencia fuera para siempre. Para mí lo más difícil de tener un padre alcohólico fue siempre la agresión: de palabra, de hecho y por ausencia, porque la ausencia del padre es siempre una agresión. ¿Cuántas veces no recibí una tunda de palos sin razón alguna?

Casi no podía soportar la impotencia ante la agresión de que era objeto mi madre.¡Cuántas veces vi el cuchillo de la cocina cerca de su vientre! ¡Cuántas veces la vi llorar desconsolada! ¡ Cuántas discusiones presencié! Y yo sin poder hacer nada.

Pero no sé por qué hay una cicatriz que cuando hago recuento de todas ellas, siempre sale a relucir. Era época de navidad, y mi padre estaba en uno de esos periodos de ausentismo. No sabíamos nada de él. El 24 de diciembre, día de Nochebuena, la incertidumbre persistía. Sin embargo, como niño que era, aquella realidad escapaba a mi total comprensión, y aun albergaba en mi corazón la esperanza de abrir los regalos de navidad. ¿Qué me traería el Niño?

Esa noche me acosté temprano. Pensaba que así apresuraría la llegada del Niño. En un momento abrí un ojo para ver si había llegado. Vi las tres camas de mis hermanos. No había regalos. Al fondo, pegada a la máquina de coser, estaba mi madre. Cerré aquel ojo curioso.

Desperté horas más tarde y volví a recorrer el escenario. Nada había cambiado. Me volví a dormir. Pasó otro rato. Mis ojos se abrieron lentamente, como queriendo evitar la realidad de lo que vería. Nada había cambiado. Mi madre seguía pegada a la máquina de coser y nuestras camas vacías.

Por primera vez, aquella noche comprendí mi realidad. Yo era un niño pobre, con un padre alcohólico. A estos niños no los visita el Niño Dios. Pero también comprendí que tenía una madre ejemplar. Había abierto los ojos para ver al Niño Dios, y en lugar del Niño Dios había visto a mi madre cosiendo, para que al día siguiente, 25 de diciembre, pudiéramos al menos desayunar café con pan.

Mejor pasemos a una foto bonita, de esas que me dan placer: Fue en una noche de Viernes Santo, cuando en la plaza de fútbol, no sé quién, pero a mi alma de niño no le importaba, proyectó una película de la pasión de Cristo. Al final de la proyección, repartieron ejemplares del Nuevo Testamento. Me fui a la cama temprano y comencé a revisar el libro. Quedé maravillado.

Las ilustraciones captaron mi interés. Una y otra noche repetía el procedimiento: desde la primera página hasta aquella en la que Cristo moría y resucitaba. Yo no leía, miraba las ilustraciones, porque ellas revivían las escenas de la película. El recuerdo de esas noches me trae alegría.

Después de esto mi mente da un gran salto en el álbum y en la colección de cicatrices, y se transporta a la juventud, ya no marcada por la impotencia de mi niñez sino por la valentía que mis años me daban. En defensa de mi madre, pero más que todo en defensa propia, enfrenté a mi padre. El enfrentamiento me causó más daño que beneficio: odié a mi padre con fuerza, y a mi madre le causé un dolor intenso. Las heridas sufridas de niño se hicieron más profundas.

Pero dejemos ya las cicatrices de lado, y volvamos a las fotos. La más hermosa de todas es aquella que recoge el momento de mi encuentro con Dios. Una noche, mis primos me invitaron a asistir a la reunión de jóvenes de su iglesia. Proyectarían una película. Acepté por ver la película pero esta no me impresionó mucho. Sin embargo, cuando llegó la hora del llamamiento, me encontré levantando mi mano para recibir al Señor. El gozo que sentí es indescriptible.

Una última foto: mi encuentro con Marlene. Bella. Ni muy alta, ni muy chaparrita; justo a mi medida. Nos enamoramos y nos casamos. ¡Pobre Marlene! Pronto descubrió que yo era, sin el alcohol, idéntico a mi padre, y yo descubrí que Dios se había quedado en la superficie de mi vida.

Mis heridas seguían abiertas y sangrando. ¿Cómo aceptar a Dios si él nos había abandonado en aquella navidad, solo porque éramos pobres? ¿Cómo aceptar a Dios como mi padre si me castigaba injustamente? ¿Cómo aceptar a Dios como mi padre si lastimaba al ser que yo más quería, mi madre? Así es que le abrí mi alma y lo invité a observar mis heridas. Lo único que hizo fue hacerme recordar la película. Me dijo: «Si yo te he perdonado, ¿por qué no perdonas a tu padre?» Lloré como nunca había llorado antes. Y perdoné a mi padre. Y perdoné a Dios.

Hoy, al repasar una vez más esta colección de fotos y cicatrices, me doy cuenta que, a diferencia de mi padre terrenal, Dios nunca estuvo ausente de nuestras vidas. Estuvo presente en mis juegos y en mis alegrías. Estuvo presente en aquella navidad. Se había encarnado en mi madre dándonos amor, entrega, negación. Estuvo presente en las noches en que veía las ilustraciones del Nuevo Testamento. Estuvo encarnado en mis primos, quienes me llevaron a Jesús. Estuvo encarnado en mi pastor, en mis profesores, en mis hermanos. Pero lo más importante es que hoy sigue estando presente en mi vida.

Si tú hoy lees estas páginas y tienes un ministerio con niños o jóvenes, déjame ante todo felicitarte. El tuyo es uno de los ministerios más lindos e importantes en la vida de la iglesia. Sé que es muy difícil ministrar a niños o jóvenes en riesgo, pero Dios está a tu lado y de tu lado.  Lo más importante es reflejar a Dios en tu vida, porque de esta manera, cada vez que un niño o joven tiene un encuentro contigo, tendrá un encuentro con Dios mismo. Para un niño que sufre, los sentimientos de abandono y de rechazo pueden ser letales. Si tú le permites a Dios reflejarse en ti, esos niños serán bendecidos con su presencia.Lo más importante es reflejar a Dios en tu vida, porque de esta manera, cada vez que un niño o joven tiene un encuentro contigo, tendrá un encuentro con Dios mismo.El Señor te enviará niños o jóvenes con cicatrices profundas y también con fotos lindas, y tu deber será hacerles ver que Dios está presente. ¿Cómo?Demuéstrales amor, mucho amor, y ayúdales a leer la Palabra de Dios. En esa lectura descubrirán a un Dios de amor que ofrece su perdón y constante compañía.

Y otro instrumento valioso es el diálogo. Gánate ante todo su confianza, y establece un diálogo en el que ellos puedan compartir lo que sienten y lo que están viviendo en sus casas. Muchos maestros y maestras reciben cientos de niños los domingos, y les enseñan una lección del amor sin conocer los profundos misterios que se anidan en sus pequeños corazones.

Cuando un niño o joven llega, tienes en tus manos la posibilidad de un gran milagro.

Tomado de Red Viva, volumen 7, número 27 publicado en Apuntes Pastorales XXIII-1. Todos los derechos reservados. ©Copyright 2010.

 

Visitas: 2

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *