“Te exaltaré, mi Dios, mi Rey, Y bendeciré tu nombre eternamente y para siempre” (Salmos 145:1).
“El entusiasmo es más contagioso que el sarampión o la varicela. Una vez que lo tenga, se extenderá a su familia ya su iglesia”. (Zig Ziglar)
¿Qué clase de cristianos hemos sido? ¿Alguien que se esconde detrás de su indiferencia? ¿Alguien que critica a los que no hacen nada, sin hacer nada también? ¿Alguien que camina en una luz tenue, sin mostrar su amor por Cristo o su obra? ¿O alguien que habla con animación, que sonríe bajo cualquier circunstancia, que no pierde la oportunidad de testificar, que llama la atención de todos con su entusiasmo por servir al Señor Jesús?
El verdadero cristiano deja marcas de regocijo en cualquier ambiente en el que se encuentre. No hace falta decir que es discípulo del Señor, porque sus actitudes lo denuncian. Él contagia a todos con su fe, desde el más incrédulo hasta el que desea fervientemente estar delante de Dios para ser una bendición.
En la vida cristiana, tanto podemos contagiar el mundo con la alegría de Jesus como ser contagiados por el mundo, con su pecado y su tristeza.
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