Maneras de enseñar a los niños

Maneras de enseñar a los niños

 

Por Betty Constance

Un día estaba revisando unos libros sobre educación cristiana y encontré el siguiente comentario del educador Daniel Marsh, quien describe lo que pasa a menudo en el proceso de la educación:

“La educación debe hacernos vivir con gusto y exuberancia. Pero mucho de lo que pasa por “educación” quita el asombro hacia la vida y nos coloca en el peligro mortal de ver todo por las cosas nombradas y clasificadas. Tanto de lo que pasa por la educación es el humo de un fuego que no ha hecho otra cosa que consumir la vida. La razón es que muchas veces la educación carece del elemento más importante, una dimensión espiritual. Pero la correcta metodología de la educación, aquella que afirma el concepto espiritual donde hay lugar para Dios, nos llama a despertar de la apatía que adormece el alma.
La religión es un elemento vital en una educación cabal. Agrega un sentido de responsabilidad en la libertad académica. Da aliento a un espíritu de reverencia en la búsqueda de la verdad. Establece un centro de autoridad moral en la vida del individuo. Define valores para la vida. Da validez a lo aburrido y cotidiano. Trae realización plena a la vida junto con una paz dinámica.” (Education that is Christian, La educación que es cristiana)

El tema de la educación de los niños es algo sumamente vasto en su alcance. Las observaciones de Marsh enfocan el contraste entre una educación secular y una que es cristiana. En este libro mi enfoque no es sobre la educación secular, pero comparto lo la observación de Marsh, que el proceso de educación puede aplastar el espíritu de investigación y asombro en el niño. ¿Qué diríamos de la educación cristiana que generalmente se lleva a cabo en la iglesia? Temo que con frecuencia, y debido a la falta de una correcta metodología de enseñanza, también reducimos todo a meros datos, nombres y eventos sin permitir la participación del niño en el proceso de descubrimiento entusiasta de las verdades que son relevantes a su propia vida. Una educación que contiene como ingrediente esencial la dimensión espiritual, y que contribuye a la definición de valores y autoridad moral, debe ser un proceso dinámico. Para que esto pueda darse, debemos analizar las maneras cómo el maestro puede tratar a su clase.

La realidad de lo que pasa en el aula

Primero, vamos a imaginarnos la siguiente escena:
Usted, el maestro, ha llegado a la iglesia a horario para el comienzo de la escuela dominical. Durante la semana previa se ha preparado bien y está entusiasmado con poder enseñar la lección. Hay tanto que quiere enseñar que está seguro de que no le van a alcanzar los cuarenta y cinco minutos de la clase. Es una lección sobre una sanidad que obró Cristo y tiene muchas aplicaciones para hoy. Usted tiene la esperanza de que los niños se van a portar bien, sin moverse mucho, para que pueda enseñarles correctamente y hacer las aplicaciones sugeridas.
Los alumnos empiezan a llegar y todos parecen estar “eléctricos” de energía. En seguida uno empieza a contar del accidente que tuvo un compañero de la escuela y cómo él vio todo. Cuenta que la ambulancia había venido para llevar al niño al hospital y como, más tarde, él y su familia lo visitaron. Usted quiere empezar la clase pero el niño sigue contando que su compañero está vendado y enyesado. Los demás alumnos escuchan fascinados y todos se ponen a comentar el caso. En eso, otro alumno empieza comentando un accidente que él tuvo. Otra vez usted trata de iniciar la clase pero los alumnos no le están prestando atención. Siguen conversando entre sí. Finalmente, con impaciencia, usted les obliga a callarse. Dejan de hablar pero usted nota que están distraídos, y no ponen atención en lo que está diciendo. Uno de los alumnos más traviesos empieza a hacer muecas para distraer a los demás. Pero, valientemente, usted sigue adelante dando la lección. Cuando llega a la aplicación, trata de involucrarlos, pero no responden, le miran con ojos vacíos, y usted tiene la sensación de que la lección no ha tenido evidente efecto. Acercándose al final de la clase, todos empiezan a dar muestras de estar ansiosos porque salir.
Usted vuelve a su casa derrotado. ¿De qué valió tanto tiempo y esfuerzo en preparar la clase? No pasó nada. Si hubieran escuchado, ¡cuánto podrían haber aprendido! Se pregunta si vale la pena seguir con esto.

Esta escena es típica de lo que puede pasar con un grupo de niños en la escuela dominical. El hecho de que la clase haya terminado mal no es necesariamente la culpa del maestro, ni tampoco de los alumnos. Lo que falta es una dinámica de clase que pueda sobreponerse a estos imprevistos.
Para entender esto mejor, hay algunas preguntas que nos pueden ayudar:
¿Qué cosas les interesa a mis alumnos? ¿De qué temas les gusta hablar?
¿Cuáles son las necesidades que pude detectar en mi grupo?
¿Qué le está faltando a mis clases?
¿Qué tipo de maestro necesitan mis alumnos?
¿Qué tipo de maestro soy?

Al contestar a la pregunta: ¿Qué tipo de maestro soy?, hay que reconocer un elemento importante que afecta nuestra manera de enseñar: son las experiencias que hemos tenido nosotros con relación a la enseñanza. Todos tenemos la tendencia de imitar a los modelos que hemos tenido, aun cuando no hayan sido positivos. Esos modelos son lo que conocemos y es difícil pensar en otros.

En el artículo del próximo mes analizaremos tres clases de maestros con sus características distintivas, para seguir pensando en cuál debe ser nuestro “tipo de maestro”, para poder llegar de una manera más adecuada a nuestros niños, y que la enseñanza pueda ser dada eficazmente.

 

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