El cuidado pastoral del niño

El cuidado pastoral del niño

por Betty S. de Constance

Capítulo tomado del libro “Más que maestros

©1999 Fundación Alianza

Ovejas sin pastor

En una ocasión estaba conversando con una de las directoras de un colegio privado cristiano y ella abordó el tema de las enormes necesidades emocionales manifestadas por los alumnos de su colegio, típico de los niños escolares del fin de siglo. La joven directora me dijo algo que me impactó.

—Yo veo al niño de hoy como un niño que está sólo —dijo—. Cuando trato de ayudarlo en consejería, me encuentro buscando cosas prácticas que él puede hacer solo para intentar a resolver su problema. Ya sé que no va a recibir mucho apoyo de sus padres o de otro medio.

Sus palabras me parecían un triste comentario sobre lo que ha llegado a ser una realidad en la vida de los niños de esta época. La fragilidad emocional de muchos matrimonios, viviendo en una sociedad que distorsiona los valores de la familia tradicional, dejan al niño expuesto y muy vulnerable. Muchos niños no tienen con quién hablar de sus cosas. Se encuentran muy solos enfrentando sus problemas cotidianos, además de las crisis traumáticas que a menudo deben enfrentar. Para los que trabajamos con la niñez, esta realidad se agrava cada vez más y nos deja perplejos ante la falta de soluciones para estos niños tan turbados. Lo cierto es que el niño de hoy enfrenta a un mundo que lo llena de tensiones, dudas y temores, y crea un estrés crónico por las posibles pérdidas, separaciones, y traumas que le toca vivir. No podemos negar que el núcleo familiar, que tendría que ser su refugio y fuente de seguridad emocional, se está desintegrando cada vez más.

Por si esto fuera poco, la sociedad actual sobrecarga al niño con una niñez sumamente acelerada. Le muestra pequeñas niñas modelos vestidas como seductoras. Lo insta a enamorarse y comportarse con el sexo opuesto como si fuera un adolescente o un joven. Lo obliga a asumir, como algo natural, actitudes de violencia contra el prójimo, instigado mediante programas televisivos creados supuestamente para niños, pero que contienen, según las encuestas, un promedio de veinticinco escenas de violencia por hora. Estudios realizados sobre los hábitos de los niños y la televisión comprueban que el niño mira un promedio de cuatro horas diarias de programas televisivos. Tenemos que reconocer, entonces, que este medio de comunicación ejerce una influencia incalculable sobre él.

Por otro lado, las crecientes restricciones económicas más el alarmante aumento en el desempleo crean tensiones en los adultos que a menudo se descargan sobre los niños. Una de las más tristes manifestaciones de esto es el abuso físico y sexual que sufren los niños y que, según las últimas investigaciones, está en aumento.

Además de las situaciones sociales que crean crisis en el hogar, el niño experimenta profunda ansiedad en cuanto a su persona. La vergüenza, la baja autoestima y la culpa, entre otras emociones, crean todo tipo de dolor emocional. Todo esto el niño lo vive como niño indefenso, sin saber cómo expresar o exteriorizar lo que está sufriendo. Nosotros, los adultos, tenemos la tendencia, algunos dirían la necesidad, de ignorar esta realidad en la vida de los niños, porque nos recuerda la angustia de nuestra propia niñez. Entrar en el mundo del dolor de un niño nos hace revivir la angustia de nuestro propio pasado y por eso tratamos de protegernos, ignorando que los niños con quienes trabajamos están viviendo esas circunstancias.

La tarea que enfrenta al maestro, entonces, es sumamente compleja. Un profesional me dijo:

—Un maestro hoy en día tiene que ser mucho más que un docente. Necesita ser un psiquiatra, un asistente social y terapeuta de familias. Ni hablar de lo que hace falta para tratar de mantener orden en el aula.

Estas realidades también están reflejadas dentro de la iglesia. Nunca ha sido fácil encontrar a suficientes personas para ser maestros de escuela dominical o para hacerse cargo de otros programas con los niños. Ahora es casi imposible reclutar voluntarios para estos ministerios. Un maestro de escuela dominical resumió acertadamente el problema con estas palabras:

—Los niños ahora son imposibles de contener. Me levanto los domingos totalmente desganada para ir y enseñar mi clase. Quiero dejar la clase, porque no doy más.

Estas reacciones confirman mi convicción de que debemos dedicarnos a otro tipo de trabajo con la niñez y la adolescencia de nuestras congregaciones. Ellos necesitan un cuidado pastoral para poder sobrellevar mejor la vida cargada que tienen. Podríamos decir que el énfasis tradicional de las iglesias evangélicas en cuanto al trabajo con los niños ha sido de ganar el mayor número para Cristo. Luego de que hayan tomado esa “decisión de fe”, los insertamos en el programa educacional de la iglesia, en donde reciben una enseñanza más o menos sistemática de la Palabra de Dios. Esa enseñanza consiste, principalmente, de la transmisión de información a través de las historias bíblicas y la memorización de textos. A veces, gracias a Dios, se forma una amistad significativa entre el maestro y alguno de sus alumnos, y a veces el maestro se entera de los problemas que pueden estar enfrentando alguno de sus chicos. Pero, por lo general, los maestros no ven como fundamental este aspecto del ministerio de la enseñanza. Tampoco tienen una capacitación ni herramientas para ayudar al niño que enfrenta problemas en su hogar. En cierto modo, nos podemos engañar al observar la naturaleza misma del niño, la que nos hace pensar que él no tiene necesidades espirituales y emocionales tan profundas ni urgentes como los adultos. Esa percepción la adquirimos porque él no sabe comunicar sus preocupaciones de la forma en como lo hacen las personas grandes. Por eso el adulto prefiere creer que el niño no está viviendo problemas o crisis importantes que pudieran afectar a su desarrollo espiritual.

En general la persona que trabaja en la enseñanza bíblica y en la formación espiritual de la niñez no es una persona instruida en lo que son los procesos evolutivos de los niños. Por lo tanto, no se entienden elementos fundamentales en cuanto a sus percepciones frente al mundo. Tratamos al niño como si fuera un adulto en miniatura y pasamos por alto la enorme complejidad de sus limitaciones, como también de sus amplias capacidades, especialmente dentro del contexto espiritual. En nuestro trabajo con ellos, generalmente bien intencionado, pero mal orientado, a menudo somos culpables de reflejar la descripción de la tarea pastoral que encontramos en Ezequiel 34.4 “No fortalecen a la oveja débil, no cuidan de la enferma, ni curan a la herida; no van por la descarriada ni buscan a la perdida.” Es que, cuando se trata de un niño, no sabemos pastorearlo adecuadamente.

El propósito de este libro es ofrecer una solución a ese problema. Más de treinta años de intenso trabajo con niños dentro del contexto de la iglesia evangélica me han convencido de que las personas que trabajan con la niñez en su formación espiritual son clave en la vida de la iglesia. En general, son poco tomados en cuenta y sus esfuerzos casi nunca reciben la inversión económica adecuada, pero su dedicación y sacrificio son admirables. Escribo especialmente pensando en esos maestros consagrados que desean hacer una labor excelente para el Señor. Creo que los recursos incluidos en este libro les darán un apoyo práctico a la enorme tarea de pastorear al niño. Estos recursos están pensados para ser utilizados de muchas formas, pero lo ideal sería que complementen la enseñanza bíblica ofrecida en la serie Vivir la biblia. Muchas de las láminas y actividades aparecieron primero en estos materiales de enseñanza. Ninguno de los recursos salen de un contexto profesional psiquiátrico o psicológico, aunque soy docente especializada en la educación del niño. Son el producto de una larga inquietud y de un corazón comprometido con la niñez de este continente, y con la convicción de que sin un cuidado pastoral adecuado, nuestros niños no llegarán a conocer en espíritu y en verdad al Buen Pastor que dio su vida por ellos. Este libro representa, entonces, un intento personal de cumplir con el mandato que llegó al apóstol Pedro un día cuando el Señor le dijo: “¿Pedro, me amas? Apacienta mis corderos”.

 

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